Ricardo Galán Urréjola

Del 26 de noviembre de 2010 al 10 de enero de 2011

Ciudad al Sol

Ciudad al Sol

Refiere Borges la historia del hombre que se propuso dibujar el mapa del mundo, para descubrir, asombrado, que el infinito laberinto de líneas que había trazado a lo largo de los años, había terminado formando la imagen de su propia cara. Así, el incesante ir y venir del pincel del pintor, desde la paleta donde se carga de pintura densa, cubriente, saturada de pigmentos, al áspero lienzo donde la deposita, va tejiendo un larguísimo camino formado por millares de pinceladas que, al final, nos desvelará el verdadero rostro del artista: su obra. Es como si los cuadros pintados a lo largo de los años fueran puntos de luz que van tachonando el oscuro firmamento y que, cuando alcanzan un número suficiente, dibujan una constelación y el astrónomo ­-el espectador o el crítico de arte- podrá entonces reconocer con claridad la figura formada y ponerle nombre. Esa figura trazada en el cielo del arte es la que define la aportación de cada creador a su tiempo.

Algunas obras de artistas son dispersas y otras unitarias: Picasso –multiforme y dionisíaco-y Morandi -concentrado y ascético- serían ejemplos canónicos de los dos extremos entre los que se puede abrir el abanico de intereses de un artista. De los artistas que concentran su atención en una parte determinada del universo, existen algunos -excepcionales – que consiguen una simbiosis tan perfecta entre el objeto de su interés y su obra, que el modelo y su representación se nos antojan la misma cosa. La identificación de John Constable con el “English Countryside” es tan perfecta que se produce una relación única: las colinas, valles, nubes, árboles y ríos pintados por el artista en la región de Dedham, en la frontera entre Essex y Suffolk, viven en sus lienzos con tanta intensidad que estos transcienden su propia naturaleza de meras pinturas y se tornan poseedores del élan de la comarca, con tanta fuerza, que esta es conocida hoy como el país de Constable .

Galán Urréjola pertenece a esta categoría. Se encuentra la cima de su carrera: su arte ha alcanzado plena madurez y su obra ya tiene la suficiente amplitud para que la podamos contemplar como un todo. Y así, al apreciar lo hecho, vemos que su obra es esencialmente la de un paisajista, la un pintor del espacio urbano. Pero de una clase poco común. Alejado de los ismos al uso, ha construido una pintura sorprendentemente original, que le coloca, como miembro de pleno derecho, en el reducido grupo de artistas cuya obra tiende a fundirse con lo que representa, en su caso el paisaje urbano de Cádiz, Sevilla, de su amado Madrid. Avenidas con autobuses sombríos, torres de pisos – vidrio y hormigón-, lugares conocidos o apenas recordados, curvas que conducen a túneles oscuros bajo las calles, donde el rojo rubí de un semáforo rompe una sombra profunda o a calles en las que el sol relumbra como un grito de fuego en el cristal de un escaparate. Galán Urréjola ha creado una obra que ya es la representación de una parte del mundo y a la vez la visión del artista sobre él. El espectador sentirá su magia: al contemplar uno de sus cuadros reconocerá el paisaje que representa y luego, más tarde, al pasear por ese mismo lugar o al vislumbrar la misma avenida desde un coche, el cuadro que lo representaba acudirá solo a su mente, tal es la potencia evocadora de la pintura de Galán Urréjola .

¿Cuál es el secreto? En primer lugar, la maestría técnica. En estos años, como un luthier que construye con maderas escogidas de pino, de arce y de ébano, un violín; añadiendo capa sobre capa de olorosos barnices de receta secreta, controlando el secado, puliendo con mimo las superficies hasta acabar el brillante instrumento, concebido para interpretar la mejor música; así ha ido forjando Galán Urréjola el instrumento que le sirve para crear: su propio oficio de pintor. Su maestría en el mismo le permite disponer con libertad fondos gris violáceo, aplicar pinceladas precisas en lugar exacto, ordenar masas de color, sugerir cielos con resplandores de rosa, ordenar perspectivas que definen profundidades de vértigo, en las que el juego de la luz y las sombras se decide sobre un asfalto con marcas de tráfico que acentúa la soledad de las ciudades; extender veladuras suaves y añadir bruscos contrastes de ricos empastes depositados con espátula que modulan el espacio y los objetos. Una dicción pictórica sorprendente y extraordinariamente eficaz.

En un nivel superior, en el mental de la definición y organización del cuadro, Galán Urréjola nos revela el dominio de sus recursos, moviéndose con soltura en dos registros diferentes. El primero es el de la dualidad abstracción – realismo que siempre está presente en su obra. En algunos cuadros la nitidez de los perfiles y la rotundidad de los volúmenes son características del mejor realismo del arte español y en otros – o, muchas veces, en el mismo cuadro –la disolución de las formas y juego libre de los colores entra de lleno en el expresionismo abstracto. El control con el que Galán Urréjola decide, en cada cuadro, el punto exacto donde situarse entre ambos extremos, es absoluto. El segundo registro es el que concierne a la dualidad ventana-superficie de toda pintura moderna. El primer término de la dualidad, la ventana, es la consideración del cuadro, al modo renacentista estricto, como una ventana al mundo, a través de la cual y mediante la perspectiva y el claroscuro vemos una representación tridimensional coherente del motivo. El segundo, superficie, son los valores táctiles, las texturas de la materia puramente pictórica aplicada al lienzo. El dominio del pintor de este recurso se manifiesta en la facilidad con que percibimos el abismo de profundidad del cuadro, el espacio que dirige nuestra mirada hacia el horizonte o a la línea final de los edificios, atravesando el aire hasta la lejanía. y a la vez ,en un mismo movimiento, podemos volver a ver esa misma superficie, corpórea, y apreciar la untuosidad de la pintura, su riqueza cromática, su pastosidad barroca, los colores con la rotunda presencia mineral de los pigmentos; los golpes certeros de espátula que definen un reflejo de sol o un cielo al atardecer.

Y al final, el sabor. El sabor de lo verdadero, la visión penetrante, la fuerza creadora que nos revela la presencia de las cosas, la propia corporeidad de los objetos. Calles en penumbra, ciudades silenciosas, vehículos detenidos en planos de asfalto que son llanuras, soledades urbanas, una imprecisa melancolía en el aire transparente y una luz que vibra como una nota musical: estamos ante la presencia de la gran pintura. Una elegancia innata en la resolución de la composición, la acertada elección del motivo y una paleta muy contenida, dan lugar a una obra de excelente factura y que destila una intensa poesía.

José Manuel Bravo Vila, octubre de 2010

Noticias: DIARIO DE CÁDIZ

Noticias: LA VOZ

Crítica: Bernardo Palomo

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